El parto, ese final tan esperado a 9 meses de eterna espera, 40
semanas que parecen nunca terminar, la maluquera, la pesadez, los sueños locos
y los eróticos, los consejos de la mamá, la suegra, la muchacha, las amigas,
las revistas, google, el ginecólogo y por supuesto, el curso psicoprofiláctico.
Los dolores de espalda, el sueño incontrolable, los pies hinchados, la acidez,
la flatulencia y todos los demás síntomas que sufrimos las mujeres de, lo que según nos dicen, es el acto más bello
de la existencia, dar vida, traer al mundo a un hijo. Y sin duda es bello y maravilloso, como
concepto, la realidad sin embargo, es otra cosa.
Unos días antes de la fecha prevista para el nacimiento de mi primera
y única hija, me asaltó el miedo a que se me rompiera la fuente en algún lugar
público, o en los muebles de la sala, o en el carro, o en la cama, pensaba en todas las películas que nos
muestran a mujeres que inundan de agua pisos y baños. Y vaya usted a saber a que huele eso y si se
daña un colchón o, peor aun, los asientos del carro. Mi mejor amigo en esa
época, Google, me dijo que sólo un pequeñísimo porcentaje de las mujeres rompen
fuente de esa manera, que el líquido amniótico no son más de 600 ml. Y que tiene un ligero olor a cloro, es lo que
nuestras abuelas llamaban “parto seco”.
Con esa información quede tranquilísima.
hasta el momento en el que quede parada sobre un charco de agua rosada
que, como en las películas, inundaba el piso del pasillo y mi ropa. Quede paralizada del susto.
Haciéndome la calmada me metí a la ducha mientras mi esposo, que
también fingía una calma perturbadora, llamaba al obstetra y repasaba
mentalmente el camino más rápido a la clínica a la que llegamos cerca de media
hora después. Me entraron de inmediato a
urgencias.
Quiero anotar que el último control prenatal lo había tenido esa misma
mañana, y que, según el médico, la niña no nacería en los siguientes 8 a 12
días. Siendo así, yo había programado mi
cita para hacerme la cera para la semana siguiente. Ahora me encontraba a las 11 y media de la noche, en el baño de
un consultorio en urgencias poniéndome una diminuta bata azul con las piernas peludas cual futbolista
profesional. No se como estaría “allí” pues hace meses no me la veía. El día
del parto lo recuerdo como el día que perdí por completo la dignidad. Con mi
diminuta bata me acosté en una camilla mientras un médico residente, cansado y
a media hora de terminar su turno, me hacía las preguntas pertinentes para la
historia médica al tiempo que me realizaba un tacto, una enfermera me ponía una
sonda y otra me pinchaba para sacar una muestra de sangre. Durante la siguiente
hora me hicieron un lavado, una sonda, y dos tactos, me cambiaron de camilla y
me subieron a la habitación donde esperaríamos el magno evento del
alumbramiento. Y es entonces cuando
empezaron en serio los dolores y el tal trabajo de parto.
Durante el trabajo de parto realmente nadie trabaja. Y el tal “trabajo” consiste en soportar un
dolor indescriptible que, nuevamente contrario a lo que enseñan las películas,
no es en la panza; es en la panza, la espalda, la cadera, las piernas, los
brazos, los hombros y hasta el pelo. Las enfermeras, los médicos y el esposo no es mucho lo que pueden hacer, y,
sinceramente, es mejor que no hagan nada. En mi caso, era mejor que ni se
acercaran a la cama. Una contracción cada
dos minutos y cada una dura cuarenta y cinco segundos. Treinta contracciones y
un centímetro de dilatación por hora y se necesitan diez centímetros para que
el niño pueda nacer, es decir que mínimo son unas 300 contracciones antes de
comenzar a pujar. Para las 5 de la
mañana, es decir, luego de unas 180
contracciones, el parto natural comenzó a parecerme una idea demasiado
romántica, media hora después estaba rogando por la epidural y a las seis de la
mañana agarre a la enfermera por el cuello pidiéndole amenazante que, de ser
necesario, me dinamitarán.

A las siente y media de la mañana apareció mi obstetra a quien
habíamos llamado cerca de nueve horas antes y me había dicho que me fuera yendo
para la clínica que él llegaba allá. Bañado, vestido y recién desayunado.
Saludo cálidamente a mi esposo, hablaron de los últimos sucesos del mundial de
fútbol que se llevaba a cabo en el momento, se puso un guante, me hizo un
tacto, sacó la mano y calmadamente anunció que tendría que hacer una cesárea. Creo
que si no hubiera estado paralizada de la cintura para abajo, despierta desde
hacía mucho más de 24 horas, agotada, humillada y vestida con una diminuta bata
azul, le hubiera saltado a la yugular al miserable ese que me había hecho pasar
por todo esto para terminar abriéndome la panza y sacando a la niña.

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